viernes, 15 de junio de 2012


Crímenes de la dictadura:

Operación Albania.


ALVARO Corbalán, el verdugo de la CNI
Los mataron entre otoño e invierno, en la calle y en la oscuridad de una casa vacía. Cuando algunos pensaban que la perversidad de los asesinatos de Lonquén, los eternos desaparecimientos y el degollamiento de opositores no podrían ser igualados en horror, la dictadura organizó la Operación Albania, que realizó la masacre de Corpus Christi, en junio de 1987, donde fueron asesinados doce combatientes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez.
Allí se conjugaron todos los elementos que hicieron de la dictadura el epítome de la crueldad: el terror, la violencia, la tortura, la mentira, la traición. Hoy, a 17 años de dicha matanza, por fin se vislumbra en el horizonte judicial un atisbo de justicia, toda vez que el proceso sustentado por el ministro en visita Hugo Dolmestch, se acerca a su fase final. Veintiséis agentes de los aparatos represivos de la dictadura enfrentan, por primera vez en casi dos décadas, la posibilidad cierta de ir a prisión. Y lo hacen como los cobardes, delatando y mintiendo, culpándose unos a otros para salvarse de su seguro sino. Es que hace rato ya se rompió aquel singular pacto de silencio que suscribieran algún día en el oscuro mundo de la guerra sucia, cuando se creían amos y señores de Chile y los chilenos.
En declaración judicial que data de octubre de 2000, Alvaro Corbalán, el jefe operativo de la matanza y jefe del cuartel Borgoño de la CNI, explicita su participación en dicha acción y lo hace, según él, debido a que algunos agentes han admitido participación en la operación y que ha “creído conveniente por lealtad a ese personal, también asumir como jefe la responsabilidad que pudiere corresponderme conforme a lo que explicaré para establecer también, de acuerdo al grado jerárquico, la responsabilidad de quien dispuso la orden que involucró la muerte de siete terroristas detenidos en el cuartel Borgoño”.
ORDEN DE SALAS WENZEL
Esta declaración y actitud asumida por Corbalán no implica grado de nobleza alguno para con sus subordinados, menos aún significa un deseo de colaborar con la justicia. Simplemente se trata de un ajuste de cuentas entre miembros de los organismos de seguridad que, de alguna manera, se sienten abandonados por sus mandos superiores, aquellos que dieron las órdenes y que hoy esconden la cara para salvarse de ser procesados. Concretamente, Corbalán involucra al general Hugo Salas Wenzel, director de la CNI, quien hasta el día de hoy niega participación en el artero asesinato de los rodriguistas. Sin embargo, Alvaro Corbalán señala inequívocamente que al consultarle al general Salas si los siete detenidos aún con vida en el cuartel Borgoño debían ser entregados a Carabineros, a Investigaciones o a los tribunales, Salas manifestó que “ninguna de esas posibilidades cabía con respecto a aquellos que resultaran ser importantes dentro del Frente Manuel Rodríguez y que, por lo tanto, había que eliminarlos”.
Esto es refrendado por Iván Quiroz, capitán (r) de Carabineros y segundo comandante del cuartel Borgoño, quien declaró, en la fase probatoria del juicio, que “estaba en la oficina de don Alvaro en ese momento, y escuché cuando él preguntó al general Salas si la orden se podía postergar para seguir investigando a los detenidos”. La respuesta de Salas fue que los frentistas debían ser eliminados y, por lo tanto, Corbalán le dio la orden a Quiroz para que se llevara a cabo la misión encomendada por el director de la CNI.
Pero no es todo, las acusaciones y contraacusaciones prosiguen entre los agentes de la CNI, porque el general Salas sostiene que todo fue planificado y dirigido por Corbalán y que él jamás dio la orden de matar a nadie. Por su parte, Alvaro Corbalán manifiesta que no sólo Salas conocía de la operación, sino también el brigadier general (r) Humberto Leiva, subdirector de la CNI -quien no está procesado- “estaba al tanto de todos los detalles del operativo”. Quien sin duda sabía de la operación era el general Pinochet, puesto que el mismo día 15 de junio de 1987, cuando se inició la Operación Albania, se reunió en La Moneda con el director de la CNI. De hecho, el capitán Quiroz declaró que “la CNI y mi general Salas dependían directamente del presidente de la República, mi general Augusto Pinochet, la CNI no dependía de la Junta Militar. Mi general Salas no podía hacer nada sin consultar a mi general Pinochet”.
En todo este entramado de artilugios, mentiras y medias verdades, ha surgido lentamente la verdad de lo acaecido hace 17 años y que culminó con la matanza de doce jóvenes chilenos. Y, lo que es más importante, aquí no hay inocentes, son todos culpables: los que impartieron las órdenes y los que las ejecutaron. Es más, los nombres de los agentes procesados en este caso se repiten en todas las principales operaciones y crímenes cometidos por los aparatos represivos. Los miembros del FPMR que fueron detenidos, torturados y posteriormente trasladados a una casa en la calle Pedro Donoso, de la comuna de Recoleta, en Santiago, fueron asesinados por los oficiales de ejército Hernán Miquel, Aníbal Rodríguez, Iván Cifuentes, Rodrigo Pérez, Eric Silva y los detectives de Investigaciones Gonzalo Maas y Hugo Guzmán. En el asesinato de Julio Silva, en la Villa Olímpica de la capital participó, entre otros, el capitán de ejército Luis Arturo Sanhueza. El capitán Sanhueza, que utilizaba la chapa de Ramiro Droguett, era miembro de la Brigada Verde de la CNI, encargada de la represión contra el FPMR y el Partido Comunista, y también participó en el secuestro y ulterior asesinato de cinco jóvenes en septiembre de 1987, en venganza por el secuestro del coronel Carlos Carreño.
Le conocí en medio de la bruma, la balacera y los gritos, cuando comandaba el dispositivo de la CNI que mató y torturó a muchos chilenos y chilenas. Era más bien bajo, grueso y de mirada profunda. Actuaba calmadamente, de manera fría y calculadora, sabiéndose con todo el poder que dan las armas y toda la fuerza de la dictadura a su disposición. “Esto es guerra, me dijo tranquilamente rodeado de más de diez de sus hombres. Si no cooperas, hay otros métodos para hacerte hablar”. Y luego la tortura, los golpes, la electricidad, las amenazas de muerte. Uno de los agentes dijo sarcásticamente: “¡Te salvaste en junio!”, en clara alusión a la Operación Albania. “Tuviste suerte, pero se te acabó ahora”. En esos momentos no sabía quién era Sanhueza, ni de sus crímenes, ni de su crueldad. Lo supe después, y allí, de repente, todas las atrocidades cometidas por la CNI tuvieron rostro, voz y manos.
En ese momento supe lo que habían sentido los hermanos rodriguistas cuando fueron ejecutados a sangre fría por el capitán Sanhueza y más de una cincuentena de agentes. Porque en el caso de la calle Pedro Donoso no hubo enfrentamiento, como lo informaron los medios de comunicación controlados por la dictadura, sino que un burdo montaje para encubrir un crimen atroz.
Ello siempre se supo, ratificado ahora por las declaraciones de los propios agentes participantes en la masacre de Corpus Christi. El capitán de Carabineros, Iván Quiroz, recuerda nítidamente el montaje, porque estaba presente cuando “se ordenó que se fuera a buscar armas distintas a las de servicio de la CNI para montar un enfrentamiento, y así presentarlo”. Y la orden la dio Alvaro Corbalán, quien también ordenó que se ejecutara a los siete integrantes del FPMR que habían llevado a la casa de la calle Pedro Donoso. Así murieron, indefensos, Esther Cabrera, Elizabeth Escobar, Patricia Quiroz, Manuel Valencia, Ricardo Silva, Ricardo Rivera y José Valenzuela.
CADENA DE ASESINATOS
Tampoco hubo enfrentamiento en la calle Alhué, en la comuna de Las Condes, donde fue asesinado por la espalda Ignacio Valenzuela. O en la esquina del Pasaje Moscú, en la comuna de San Miguel, donde fue acribillado Patricio Acosta y en la Villa Olímpica, donde mataron a Julio Guerra. Fueron centenares los agentes de las brigadas de la CNI, de Investigaciones y de la Unidad Antiterrorista, integrada por comandos de élite que respondía directamente a Pinochet, que participaron en los operativos los días 15 y 16 de junio de 1987.
Fueron todas cobardes ejecuciones, excepto en el caso de la calle Varas Mena, en San Miguel, donde la CNI atacó la casa donde se realizaba una escuela del Frente. Allí, cubriendo el escape de muchos de los rodriguistas, murieron combatiendo Juan Henríquez Araya y Wilson Henríquez Gallegos. Eran todos jóvenes, todos revolucionarios, todos combatientes anti dictatoriales.
Y mientras el país se estremecía con semejante horror, el general Hugo Salas Wenzel reunía a su gente en el cuartel Borgoño y, posteriormente, en un asado, para felicitarlos por la labor realizada. Así lo han declarado dos partícipes de la operación y de las enfermizas celebraciones: el detective Gonzalo Maas y el capitán Rodrigo Pérez, jefe de la Unidad Antiterrorista.
Hoy, luego de casi dos décadas y gracias al tesón de familiares y abogados de derechos humanos, como Nelson Caucoto, se ha desentrañado el entablado de mentiras montado por la CNI y ha surgido lenta, dolorosa y diáfana la verdad. Es que la preservación de la memoria histórica se abre paso a empellones, con dificultad y riesgos, a pesar del manto de olvido que la dictadura y los gobiernos de la Concertación han querido imponer. Y la memoria tiene nombre y apellido y la Operación Albania tiene nombre y apellido. Y, si bien es cierto, los agentes hoy colaboran con la investigación, ello no los exime de responsabilidad. Al contrario, deben pagar por sus crímenes, pues la verdad sin justicia significaría una afrenta a todos los caídos aquel otoño de furia




Fuente: MAURICIO BUENDIA
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